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Principios de Filaleteo

Para dirigir las operaciones en la Obra Hermética. Por Ireneo Filaleteo, inglés de nacimiento y habitante del universo.

Texto extraído de: Guillaume Salmon. "Biblothèque des Philosophes Chimiques". Paris. 1740. [Translated by José Luis Rodríguez Guerrero.]

No emprendáis jamás la Gran Obra siguiendo las reglas que puedan sugeriros los ignorantes o los libros de los sofistas, y no os apartéis lo más mínimo de este principio: el objeto de vuestras aspiraciones es el Oro o la Plata; el Oro y la Plata deben ser los únicos objetivos que necesitáis perseguir por mediación de nuestra fuente mercurial preparada para bañarlos, lo cual requiere toda vuestra laboriosidad.

No os hagáis eco de quienes arguyen que nuestro Oro no es el Oro ordinario, sino el Oro físico: el Oro ordinario ha muerto, eso es cierto; pero tal como lo preparamos nosotros, revive como un grano de trigo muerto que renace en la tierra. Al cabo de seis semanas, el Oro ya muerto recobra la vida en nuestra Obra, se hace vivífico y espermático, porque se lo ha cultivado en la tierra apropiada; quiero decir, en nuestro compuesto. Así pues, podemos llamarlo, con razón, nuestro Oro, pues nosotros lo asociamos a un agente que, sin duda, le devuelve la vida; asimismo, empleando una denominación contraria, solemos denominar hombre muerto al reo de muerte, porque el sujeto morirá pronto, aun cuando esté vivo todavía.

Aparte el Oro, que es el cuerpo y representa el papel de macho en nuestra Obra, necesitaréis todavía otra esperma, que es el espíritu, el alma o la hembra; esta esperma es el mercurio fluido, semejante por su forma al azogue común, aunque más limpio y puro. Muchos emplean en lugar del mercurio diversos licores y aguas, que denominan Mercurio Filosófico. No os dejéis seducir por sus hermosos discursos, no emprendáis tales trabajos, porque todo será inútil; es imposible cosechar lo que no se ha sembrado; sólo se recoge fruto cuando se esparce la simiente; por tanto, si sembráis vuestro cuerpo, que es el Oro, en una tierra donde haya un mercurio no metálico ni parigual a los metales en lugar de un elixir metálico, sólo obtendréis de vuestra operación una cal árida, sin virtud alguna.

Nuestro mercurio parece ser una sustancia similar al azogue ordinario; pero difiere por su hechura, pues posee una forma celeste e ígnea y una virtud excelsa, cualidades que recibe de nuestro Arte, dedicado a su preparación

El secreto de esta preparación consiste en escoger un mineral que tenga cierta semejanza con el Oro y el Mercurio. Es preciso impregnarlo con el Oro volátil que se encuentra sobre la región lumbar de Marte; se debe purificar el Mercurio con este elemento siete veces por lo menos. Una vez hecho esto se prepara el Mercurio para el baño del rey, es decir, del Oro.

Con los repetidos tratamientos -entre siete y diez-, el Mercurio se purifica de forma creciente y se hace cada vez más activo, porque nuestro azufre auténtico lo licúa con cada preparación; pero si lo sometiéramos a un número excesivo de preparaciones o sublimaciones, se haría demasiado ígneo, y en vez de disolver el cuerpo, se coagularía él mismo, se coagularía él mismo, con lo cual el Oro no se fundiría ni se disolvería.

Tras la licuefacción o vitalización de ese Mercurio, hay que destilarlo dos o tres veces en una retorta de vidrio, porque posiblemente queden todavía algunos átomos del cuerpo en el momento de su preparación; acto seguido se debe lavar con vinagre y sal amoniacal; entonces será cuando esté dispuesto para nuestra Obra, lo cual debe entender aquí de una forma metafórica.

Elegid siempre para esta obra un Oro puro y sin mezcla: si no es así cuando lo compréis, purificadlo vosotros mismos por los métodos ordinarios. Una vez concluida esta operación reducidlo a polvo mediante la lima u otra herramienta, o bien convertidlo en láminas sutiles; si lo preferís podéis calcinarlo con corrosivos: el procedimiento es lo de menos; sólo importa que la pulverización sea muy sutil.

Veamos ahora la mezcla: tomad una onza o dos de ese cuerpo ya preparado, y dos o tres onzas, a lo sumo, de Mercurio vitalizado, que se obtiene como ya os he indicado; mezclad ambos ingredientes en un mortero de mármol. previamente caldeado con agua hirviendo o algo similar; machacadlos y trituradlos hasta que formen un conjunto homogéneo: añadid seguidamente vinagre y sal para conseguir la pureza perfecta; luego lo templaréis con agua caliente y lo secaréis muy bien.

10º Aun cuando este procedimiento os parezca enigmático, puedo aseguraros que os estoy hablando con absoluta sinceridad; todos nosotros nos servimos del camino que os muestro aquí, y todos los filósofos antiguos se han servido de este medio, que es el único. Nuestro sofisma estriba solamente en las dos clases de fuego empleado en nuestra Obra.

El fuego secreto interno es un instrumento de Dios, y sus cualidades son imperceptibles para los hombres. Aquí hablamos frecuentemente de este fuego, aunque parezca que nos estamos refiriendo al calor externo, este es el origen de los frecuentes errores en que tropiezan los falsos filósofos y los imprudentes. Dicho fuego es nuestro fuego graduado, ya que el calor externo es casi lineal, o sea uniforme e igual en todo el proceso; este no sufre ninguna alteración durante la Obra al rojo blanco (sic), si se exceptúan los siete primeros días en que lo rebajamos para conservar la pureza de la Obra; pero el filósofo experimentado no necesita de tales advertencias.

Respecto al fuego externo, se gradúa insensiblemente de hora en hora, y al reanimarse cada día como resultado de la cocción, los colores se alteran y madura el compuesto. Acabo de hacer un nudo muy difícil e intrincado; procurad conservar esta solución en la memoria para no dejaros engañar en lo sucesivo.

11º Necesitáis proveeros de un recipiente o matraz de vidrio, sin el cual no podréis rematar vuestra tarea: debe tener forme ovalada o esférica y capacidad suficiente para vuestro compuesto, es decir, su capacidad debe ser dos veces superior a la materia que os propongáis meter en él; nosotros lo llamamos huevo filosófico; el vidrio debe tener espesor, mucha transparencia y limpieza.; el cuello del matraz debe medir, a lo sumo, medio pie de longitud. Cuando metáis allí vuestra materia, cerrad el cuello herméticamente; no debe tener ninguna abertura, pues de lo contrario, aunque fuera ínfima, se evaporaría el espíritu más sutil y se frustraría la Obra.

Para comprobar si vuestro recipiente está cerrado de un forma hermética, haced el siguiente experimento, cuya infalibilidad es indiscutible: cuando se haya enfriado el recipiente, aplicad los labios en el lugar donde hayáis sellado el cuello y aspirad con fuerza: si hay alguna abertura, absorberéis el aire almacenado dentro del matraz, cuando retiréis la boca del cuello de la vasija, el aire penetrará otra vez por ese orificio, de tal forma que vuestro oído percibirá claramente un silbido; esta prueba experimental no ha fallado nunca.

12º También necesitaréis un horno -el que los sabios denominan atanor-, con el cual podréis realizar toda vuestra tarea. El que precisaréis en los primeros trabajos deberá estar dispuesto de tal forma que provea un calor rojo oscuro -o algo menor, a vuestra voluntad- y se mantenga por lo menos durante doce horas con absoluta uniformidad en su más alto grado calorífico. Si poseéis un horno semejante, procurad ateneros a estas cinco condiciones:

La primera que la capacidad de vuestro hogar no debe ser superior a la necesaria para contener vuestro barreño, y con un espacio vacío circular de una pulgada más o menos, para que el fuego procedente del ventilador de la chimenea pueda circular alrededor del recipiente.

La segunda, que vuestro barreño debe contener sólo un recipiente, matraz o huevo; el espesor de las brasas, entre el barreño por un lado, y el fondo y los costados del matraz por otro debe ser, aproximadamente, de una pulgada. Y recordad siempre las palabras del filósofo: un solo recipiente, una sola materia, un solo horno.

Este barreño debe estar colocado de tal forma que se encuentre exactamente sobre la abertura del ventilador por donde llega el fuego; aquí sólo puede haber una abertura con un diámetro de dos pulgadas aproximadamente, por cuyo conducto se encauzará una lengua de fuego ascendente y sesgada, que tocará la parte alta del recipiente, rodeará su fondo y lo mantendrá continuamente como es debido.

La tercera, que si vuestro barreño fuese demasiado grande, no podríais caldear el recipiente con la exactitud y continuidad requeridas, ya que vuestro horno debe tener una capacidad tres o cuatro veces superior a su diámetro.

La cuarta, que si vuestra chimenea no es de seis pulgadas aproximadamente en el segmento de fuego, jamás obtendréis la proporción necesaria ni el punto justo de calor; si rebasáis esa medida y hacéis flamear demasiado vuestro fuego, éste será excesivamente débil.

La quinta, que la parte delantera de vuestro horno deberá tener exactamente un solo orificio, de la amplitud necesaria para introducir el carbón filosófico -es decir, una pulgada más o menos- , de tal manera que se proyecte el calor desde abajo con mayor fuerza.

13º Así dispuestas las cosas, colocad en ese horno el huevo donde se alberga vuestra materia, dadle el calor que exige la Naturaleza, es decir, suave, no demasiado violento, y elevadlo allá donde la Naturaleza cese de actuar.

No ignoráis que la Naturaleza ha dejado vuestra materia en el reino mineral, y aunque hayamos establecido ya comparaciones entre vegetales y animales, es preciso que concibáis una relación pertinente en el reino donde está situada la materia que queréis trabajar; por ejemplo, si comparo la procreación de un hombre con la germinación de una planta, no creáis que, a mi juicio, el calor propio de uno sea también adecuado para el otro, pues nosotros estamos seguros de que en la tierra, donde crecen los vegetales, hay un calor que perciben las plantas, incluso desde los comienzos de la primavera; sin embargo, un huevo no podría abrirse con ese calor, y un hombre, lejos de percibirlo, se vería sobrecogido por un gran atrevimiento. Como nuestra tarea se desarrolla, a todas luces, en el reino mineral, vosotros debéis conocer el calor que necesita y distinguir con precisión el débil del violento.

Ahora no sólo os conviene recordar que la Naturaleza os ha dejado en el reino mineral, sino que necesitáis trabajar también el Oro y el Mercurio, los cuales son incombustibles; que el Mercurio es flexuoso y puede romper los recipientes que lo contengan si el fuego es demasiado violento. Que es incombustible y, por tanto, el fuego no puede alterarlo; no obstante, hace falta retenerlo con la esperma masculina en un mismo recipiente de vidrio, lo cual sería imposible si el fuego fuese demasiado vivo, y entonces os veríais ante la imposibilidad de ejecutar vuestra obra.

Así pues, el grado de calor requerido es el necesario para fundir el plomo y el estaño, e incluso algo más fuerte, pero no más del que puedan resistir los recipientes sin romperse; en otras palabras, el calor temperado. Como veis, aquí se demuestra que se ha de iniciar el grado de calor con aquel que es propio del reino donde la Naturaleza os ha dejado.

14º Todo el desarrollo de esta obra, que implica una cohobación de la Luna sobre el suelo, estriba en ascender como nubes y caer en forma de lluvia; por ello os aconsejo que lo subliméis en vapores continuos, para que la piedra tome aire y pueda vivir.

15º Pero eso no basta si queremos obtener la tintura permanente; es preciso que el agua de nuestro lago hierva con las brasas del árbol de Hermes. Yo os aconsejo que la hagáis hervir de día y de noche, sin cesar, para que la naturaleza celeste pueda ascender y la naturaleza terrestre pueda descender en los trabajos de nuestra mar tempestuosa. Si esta operación del hervor no se desarrolla con exactitud, jamás podremos denominar cochura a nuestra obra, sino más bien digestión; porque cuando los espíritus circulan sólo en silencio y el compuesto que se encuentra abajo no se mueve lo más mínimo por efecto de la ebullición, entonces la denominación apropiada es digestión.

16º No precipitar nada en la esperanza de recoger la cosecha -quiero decir la Obra- antes de su madurez; por el contrario, debéis trabajar con absoluta confianza durante un periodo de cincuenta días como máximo, y entonces veréis el pico de cuervo como un buen augurio.

Según afirma el filósofo, muchos imaginan que nuestra solución es sumamente sencilla, pero quienes la han ensayado o experimentado saben bien cuantas dificultades entraña. Por ejemplo, si sembráis un grano de trigo, lo encontraréis hinchado tres días después; pero si lo arrancáis de la tierra, se secará y retomará su estado inicial, aunque haya sido acomodado en una matriz conveniente y la tierra sea su propio elemento; sin embargo, le habrá faltado el tiempo necesario para la vegetación. Las semillas duras necesitan una estancia más larga en la tierra para germinar; tales son las nueces y los huesos de ciruelas y otras frutas; cada especie tiene su temporada propia, y cuando se espere el tiempo prescrito para su acción, sin aceleraciones prematuras, se tendrá la pruebe incontestable de que la operación será natural y fructuosa.

¿Acaso creéis que el Oro, el cuerpo más sólido del mundo, puede cambiar de forma en tan poco tiempo? Es preciso mantenerse a la expectativa hasta el cuadragésimo día, cuando se deje ver ya la iniciación del ennegrecimiento. Tan pronto como lo observéis, considerad que vuestro cuerpo se desmorona, es decir, queda reducido a un alma viviente, y vuestro espíritu muere, o sea, se coagula con el cuerpo; pero mientras no se llegue a ese ennegrecimiento, el Oro y el Mercurio conservarán su forma y su naturaleza.

17º Cuidad de que no se apague vuestro fuego ni un solo instante; porque una vez se enfríe la materia, se perderá sin remisión la Obra.

Todo cuanto acabamos de decir significa que nuestra Obra se reduce a hacer hervir nuestro compuesto en el primer grado de un licuefaciente calorífico, que se encuentra en el reino metálico donde el vapor interno circula alrededor de la materia; en esa humareda morirán y resucitarán el uno y el otro.

18º Alimentad, pues, vuestro fuego hasta la aparición de los colores y entonces veréis, al fin, el blancor. Cuando éste se haga visible -lo cual ocurrirá hacia finales del quinto mes-, estará ya cercana la formación de la piedra blanca, entonces podréis celebrarlo, porque el Rey, vencedor de la muerte, aparecerá por oriente envuelto en gloria, y su heraldo o embajador será un círculo cetrino.

19º Atizad con ánimo el fuego hasta que los colores reaparezcan, y entonces contemplaréis el hermoso bermellón y la adormidera silvestre. Glorificad a Dios y mostraros agradecidos.

20º Por último, aunque vuestra piedra sea perfecta, hacedla hervir o, mejor dicho, cocer una vez más en la misma agua, con la misma proporción y el mismo régimen; solamente procurad que vuestro fuego sea algo más débil; por este medio acrecentaréis su cantidad y sus virtudes tanto como lo deseéis, y podréis reiterar una vez y otra esa operación si lo consideráis necesario.

Que Dios, Padre de las luces, Señor Soberano, Autor de toda vida y de todo bien, os conceda la gracia de mostrar esa regeneración de la luz para entrar en la tierra vital, la tierra prometida a sus fieles, y participar un día de la vida eterna.

Así sea.